Entre las adaptaciones que parecen ser útiles está la que llamamos inteligencia. La inteligencia es la ampliación de una tendencia evolucionista que se manifiesta en los organismos más simples: la tendencia hacia el control del ambiente. El adicto y fiel método biológico de control ha sido el material hereditario: información transmitida por ácidos nucleicos de generación en generación, información sobre cómo construir un nido, información sobre el temor a las caídas, a las serpientes, o a la oscuridad; información sobre cómo volar hacia el Sur durante el invierno.
Pero la inteligencia necesita información sobre una cualidad adaptable desarrollada durante la vida completa de un solo ser. Hoy día existe una variedad de organismos en la Tierra que poseen esta cualidad que llamamos inteligencia. Los delfines la tienen y lo mismo ocurre con los grandes antropoides. Pero es mucho más evidente en el organismo llamado hombre.
En el hombre no sólo existe esa información de adaptabilidad adquirida en la vida de un solo individuo, sino que se transmite estratégicamente a través de la cultura, libros y educación. Es precisamente esto, más que otra cosa, lo que ha elevado al hombre a su actual estado preeminente en el planeta Tierra.
Somos el producto de cinco mil millones de años de evolución biológica lenta, fortuita, y no hay razón alguna para pensar en que se haya detenido tal proceso evolutivo. El hombre es un animal en período de transición. No es el clímax de una creación.
La Tierra y el Sol existirán muchos más miles de millones de años. El futuro desarrollo del hombre probablemente dependerá de una disposición cooperadora entre la evolución biológica controlada, manejos genéticos y una íntima asociación entre organismos y máquinas inteligentes. Pero no creo que haya nadie que pueda emitir pronóstico alguno de ésta evolución futura. Lo que sí resulta evidente es que no podemos permanecer estáticos.
Al parecer, en nuestra historia más primitiva, los individuos eran adictos a su inmediato grupo tribal, que posiblemente no sobrepasaría los diez o veinte individuos, todos ellos emparentados por lazos de consaguinidad. A medida que el tiempo transcurrió, la necesidad de un comportamiento de cooperación --en la caza de grandes animales o rebaños, en la agricultura y en el desarrollo de ciudades-- obligó a los seres humanos a formar grupos cada vez mayores.
En la actualidad, ejemplo particular de los cinco mil millones de años de historia de la Humanidad, la mayoría de los seres humanos deben fidelidad y obediencia al estado-nación (aunque algunos de los problemas políticos más peligrosos surjan todavía a causa de conflictos trivales relacionados con unidades de población muy pequeñas).
Muchos líderes visionarios han imaginado una época en que la devoción, obediencia o fidelidad de un ser humano individual no se centre en su particular estado-nación, religión, raza o grupo económico, sino que lo haga sobre toda la Humanidad en su conjunto, es decir que cuando se beneficie a un ser humano de otro sexo, raza, religión, que se encuentra a una distancia de nosotros de quince mil kilómetros, el hecho nos sea tan preciado como si hubiésemos favorecido a nuestro propio hermano o vecino.
Se tiende a seguir el criterio, pero el avance es sumamente lento. Aquí es preciso hacerse una pregunta muy seria sobre si se podrá lograr semejante auto-identificación global de la Humanidad antes de que nos destruyamos con las fuerzas tecnológicas que ha desarrollado nuestra inteligencia.
En un sentido muy real, los seres humanos son máquinas construídas por los ácidos nucleicos para disponer una eficiente repetición de más ácidos nucleicos. En cierto sentido, nuestras necesidades más acuciantes, las más nobles empresas, y el manifiesto libre albedrío, son una expresión de la información codificada en el material genético: en cierto sentido, somos depósitos temporales y ambulantes de nuestros ácidos nucleicos. Esto no niega nuestra humanidad. No nos impide perseguir el bien, la verdad y lo bello. Pero sería un gran error ignorar de dónde procedemos en nuestros intentos por determinar a dónde vamos.
No cabe duda alguna de que nuestro sistema instintivo se ha modificado poco desde los días en que los hombres se reunían para cazar, hace varios centenares de miles de años. Nuestra sociedad ha cambiado enormemente desde aquellos tiempos, y los más grandes problemas de supervivencia en el mundo contemporáneo pueden entenderse en términos de éste conflicto, entre lo que "sentimos" que debemos hacer obedeciendo a nuestros instintos más primarios, y lo que "sabemos" que debemos hacer obedeciendo finalmente, a nuestra cultura extragenética.
Si sobrevivimos en estos peligrosos tiempos, resulta evidente que incluso una identificación con toda la Humanidad no es una identificación deseable y fundamental. Si sentimos profundo respeto por otros seres humanos como iguales receptores de este precioso patrimonio de cinco mil millones de años de evolución,
¿porqué no ha de aplicarse tal identificacióntambién a todos los demás organismos de la Tierra que son, asimismo, el producto del mismo número de años de evolución?.
* El presente artículo fué extraído del libro "La conexión cósmica" de Carl Sagan.
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